Esta forma de sanación gozaba en Cuba de mucho respeto. Sin embargo tenía que enfrentar serios desafíos; las autoridades religiosas, la medicina tradicional, los incrédulos, los comunistas. Siempre hay gente que asume una actitud filosófica para cuestionar dicha creencia. Otros han vivido experiencias personales y la respaldan. Un tercer grupo se mantiene al margen.
La persona que tenga un don especial le es imposible esquivar a quienes lo cuestionan todo, como los marxistas. Sucederá aunque le muestren certezas. René Descartes y su famoso "Cogito, ergo sum", surgió precisamente del proceso de dudar. El problema viene cuando se cae en la parálisis por analizar demasiado. El escepticismo es muy engañoso. A veces le basta una acción para derrumbarse.
Del otro lado está el fanático que combate a quien no lo sigue en su cruzada. Para ellos es obligatorio creer aunque haya que saltar al vacío. Se rigen por mitos, leyendas, supersticiones, dioses. Sus ideas se transmiten de generación en generación. Algunas adquieren incluso la categoría de inviolable. Todos rompen el equilibrio normal entre la duda y la confianza.
En muchas religiones se acude a eventos extraordinarios atribuidos a la intervención divina. De ahí las sanaciones, resurrecciones y eventos sobrenaturales. Mientras la ciencia tiende a buscar explicaciones basadas en evidencia. Para los científicos los fenómenos considerados milagrosos pueden tener explicaciones naturales o psicológicas. Producto del resultado del efecto placebo o cambios en la salud.
Cuando hablamos de sanación debemos mencionar en primer lugar a Jesucristo. El Nuevo Testamento considera que sus dones proceden de la intervención inmediata de Dios al margen, contra o sobre las leyes naturales. Poniendo de manifiesto su divinidad. Para los cristianos, más que la simple narración histórica del hecho, este es un concepto teológico irrefutable.
Por su parte los hebreos creen que el supremo dominio de Dios sobre todas las cosas es incuestionable. Dios rige el curso del mundo. Todos los acontecimientos se deben a su intervención. Para ellos todo lo ordinario, lo prodigioso, lo maravilloso, lo misterioso, lo sorprendente y lo espantoso, es un acto especial de Dios que prueba su inmenso poder.
No obstante, la línea que divide ese poder divino de la charlatanería es muy delgada. Por eso, así como mismo pueden haber personas con ciertos poderes y son capaces de sanar de cuerpo y alma a un enfermo, también existen los que lucran aprovechándose de la ignorancia. Los curas y los pastores no están exentos. La iglesia es una especie de clan en donde conviven con entera libertad buenos y malos.
En un suburbio de Johannesburgo se dio el caso, ampliamente publicitado, de una persona que fue estafada con el programa Speechify (inteligencia artificial) de la forma más insólita del mundo.
Un “maestro espiritual” le hizo creer que la voz que le pidió escuchar provenía de su difunta abuela. Aunque en realidad era un sonido clonado de dicha aplicación.
— “Estaba desesperado por recibir alguna orientación de mis espíritus ancestrales difuntos y fui un blanco fácil” — admitió Banjolo a un diario de Soweto, gran suburbio de Johannesburgo.
Banjolo llevaba 10 años desempleado. De ahí que se pusiera en las manos de un sangoma (curandero en el idioma isiXhosa dominante de Sudáfrica). La persona que consultó le dijo que, a menos que invocara el espíritu de su difunta abuela, llegaría a los 60 años sin trabajo, sin cónyuge ni familia propia. De ahí que decidiera seguir las pautas indicadas por el sangoma y terminara estafado. Los nuevos curanderos han ido cambiando. Hoy son veinteañeros, tienen estudios, poseen decenas de miles de seguidores en redes sociales y a veces son estrellas de la televisión.
— “Me dijeron que un sangoma traería el espíritu de mi difunta abuela y tuve que pagar 10.000 rands (500 euros) por adelantado. Pedí prestado a mis hermanos, transferí el dinero digitalmente y el sangoma me invitó a una cabaña donde entraría en trance, resucitaría el espíritu de mi abuela y me entregaría instrucciones”. — explicó Banjolo.
Su caso no es único. Es tan solo un ejemplo. Hay miles que han caído en la trampa como él. La estafa se repite en la mayoría de los países. En América Latina ni te cuento. En esta parte del planeta existen especialistas en lavado de cerebros que son capaces de fabricar miles de fanáticos con tan solo un par de sermones.
En lo personal viví la experiencia que deseo contar. Una parte la recuerdo. Otros pasajes me los contó mi hermana mayor. Al fenómeno nunca he podido darle una explicación racional. Debo aclarar que mi intención no es convencer. La creencia es una cuestión personal. Se asume de acuerdo a las experiencias de cada quien. Yo no asisto a ninguna iglesia. Creo en un poder superior que nunca he sabido explicar. Por eso parto de la base de que puedo estar equivocado en el análisis.
Cuando sucedió el episodio yo acababa de cumplir 5 años. Procedía de una familia humilde pero con los elementos básicos para llevar una vida saludable. Sin embargo, en aquel tiempo era obligatorio vacunarse contra la viruela para poder matricularse en el colegio. La vacuna era terrible. Temida hasta por los adultos. No sólo por el dolor al recibirla, sino también por los efectos secundarios.
Consistía en darle al paciente 27 pinchazos seguidos con una aguja a la altura de la rodilla. Se hacían agujeros para luego derramar sobre el sanguinolento círculo varias gotas. Para un niño era como ver al diablo. No obstante, cuando me la pusieron sentí menos dolor de lo que imaginaba. Recuerdo que salí hasta risueño del dispensario médico.
Aparentemente lo malo había quedado atrás. Sin embargo los problemas apenas empezaban. Cuando llegamos a la casa comí como acostumbraba. Ese día me dormí temprano. Todo normal. Pero al día siguiente, cuando fui a levantarme, no podía mover la pierna. Se había inflamado sobremanera. Al siguiente día se oscureció hasta la ingle. No podía afincarse en el suelo. Solo me quedó llorar y lloré sin consuelo.
Mis padres estaban horrorizados. La reacción de la vacuna no se correspondía con los habituales. Se hablaba de una ligera molestia, fiebre y el nacimiento de una postilla ovalada al cabo de los días. Mis padres, sin pérdida de tiempo me llevaron de nuevo al hospital del pueblo.
La doctora explicó que en algunos casos podía infectarse. La sintomatología comenzaba con la pierna hinchada y ennegrecimiento. Pero desaparecía con los efectos de los antibióticos. En 72 más o menos volvía a la normalidad. La profesional no dio muestras de alarma. La misma infección había ocurrido con otros pacientes.
El antibiótico era agresivo. Una inyección cada 6 horas vía intramuscular. Regresamos y la tarde siguió su curso normal. Me quedé dormido con el primer pinchazo. Un niño trata siempre de buscar evasión cerrando los ojos. Abstrayéndose en sus imaginaciones. La segunda inyección la recibí dormido. Esa vez ni sentí el calor ardiente que atacaba la nalga.
En la mañana desperté bajo un llanto incontrolable. Encima de la negritud y el hinchamiento ahora aparecía también un dolor que me llegaba al pecho. En las horas transcurridas el antibiótico no había surtido el efecto esperado. Entonces junto con los pinchazos me empezaron a suministrar calmantes. Ya no podía dormir. Y volvimos al hospital. Otro médico me atendió. El cual no demoró un minuto en emitir su terrible diagnóstico:
— El caso es urgente. Deben correr para el hospital provincial. Aquí no hay condiciones. La pierna debe ser amputada lo más rápido posible para poder salvarle la vida al niño.
Estas palabras no las escuché. Me lo contaron mucho tiempo después. Aunque las caras de mi familia daban a entender que algo trágico rondaba en el ambiente.
Regresamos a la casa a recoger algunas cosas y advertirle a mi hermanita de 12 años. Cuando ya íbamos a partir hacia el hospital de la provincia se acercó a mi padre un vecino que era como de la familia. Le dijo que antes de salir permitiera que su pariente, Don Pepe, me viera la pierna. Mi padre aceptó bajo la negativa de mi mamá. Se estaba luchando contra el tiempo. Menos mal que el señor vivía cerca y corrieron a buscarlo.
Don Pepe al llegar se sentó en la cama. Su porte era de distinción a pesar de ser campesino. Andaba (y lo recuerdo como si fuera hoy) vestido de blanco, zapatos altos de color negro y un sombrero estilo panamá que evidenciaba muchos años con su dueño.
Sorprendía el aire de persona culta, sin haber visitado nunca una escuela. Su frente alta y tersa, contrastaba con algunas hebras blancas sobre su palidez de nácar. Tenía en sus ojos esa ternura que ayuda a veces a que los horribles se acerquen a la belleza. Estas características las descubrí en Don pepe con el correr del tiempo.
— ¿Hay alguna mata de limón cerca? — Inquirió con voz cálida y una media sonrisa tranquilizadora.
— Claro Don Pepe — Respondió mi padre mostrándole por la ventana la vieja mata de limón de la casa.
— Muy bien, muy bien, todo va a estar bien. — Repuso mientras salía en busca de un manojo de hojitas verdes.
Volvió y se sentó frente a mí. Yo estaba muy mal, sin embargo, la dulzura de aquel rostro que rondaba los ochenta años me embriagó con una aquiescencia cuasi religiosa.
Sacó una tijera y comenzó a hablarme. Hoy no recuerdo qué me dijo, pero asumo que fueron palabras para animarme. Mientras platicaba iba cortando las hojas en forma de cruz. Todas juntas. De manera que al aumentar los cortes, también aumentaba el bulto. Lo hacía como si el peregrinar de la costumbre le moviera las manos.
Cuando terminó me pidió que extendiera los brazos hacia abajo. Paralelos sobre la cama. Acercó el ramillete de hojas a mi pierna y empezó a rezar. En un tono tan bajo que no se podía entender. Oraba casi para él. El silencio de los presentes era absoluto.
Estuvo un rato haciendo las oraciones. Hasta que en un momento determinado, una lágrima se le escapó como un hilillo de agua. Pero no la secó. Movió la cabeza y mirándome fijamente me preguntó:
— ¿Habías visto antes a un viejito llorar?
— No — Contesté a secas.
Cuando finalizó el ritual, se puso en pie y le dijo a mis padres que ya estaba curado.
— En unas horas estará recuperado. No se preocupen.
Sus palabras parecían absurdas. Sin embargo, todos en casa se echaron a llorar. Pero no con ese llanto amargo que apretuja el dolor hasta la médula, sino con el que goza la esencia del agrado. Yo lo percibía. Mi padre, y otra vez contra la opinión de mi mamá, pidió esperar un tiempo prudencial y observar mi reacción antes de ir al hospital de la provincia.
No olvido que Don Pepe me abrazó fuerte antes de irse. Luego dijo unas palabras desde la puerta:
— “Lo más increíble del milagro es que sucede.”
Lo que pasó después no tiene mucha importancia. Pero esa misma noche tomé sopa, me reí y fui al baño sin ayuda. Mi familia se mantuvo en vigilia toda la noche. Al día siguiente me levanté temprano y me puse a jugar en el patio. Sentí que mi perro Kazán me relamió como nunca. Tampoco olvido las palabras de mi madre desde la ventana:
— Hijo no te pongas a correr todavía, mira que se te puede volver a poner fea la pierna.