Nada es más confuso que mirarnos en retrospectiva. La memoria descorre el velo y aparecen las irreconocibles formas, los paisajes olvidados, la costumbre mejor guardada. En ese ilusionismo la acción desaparece. El recuerdo se hace más tierno pero no nos reconocemos. Como si hubiésemos dejado de ser quienes éramos para emprender un largo viaje.
Veo una foto mía de hace muchos años. En ella estoy con las manos cruzadas. Detrás hay una montaña teñida de azul por las pintorescas nubes. Pertenece a los Andes venezolanos. Muy cerca del “Chorro del Indio”. A un costado, se ven los sembradíos apretados y simétricos que no admiten distancia. Lejos del tráfico del mundo. El panorama parece tener una música verde. Hasta el silencio que proyecta la imagen me parece hermoso.
— No sabía que te gustaran las palomas...
— Me gusta todo lo que no habla. — contesta.
Me bastó una mirada a la fotografía para que mi historia se armara de manera brusca y distorsionada. Intenté verme por dentro. Es interesante saber quienes fuimos en otra época. Y encontré voces altisonantes, pasos nerviosos en forma de zancadas, gesticulación irritante. Las fotos del pasado son venenosas,
Estuve un buen rato extasiado conmigo mismo en un banco de Central Park. Aprovechando que el invierno ahuyenta un poco a los turistas. Días en que el paisaje se desfigura. Todo está pelado. El viento, con sus gritos ausentes como voces de muertos, todo lo deja listo para el funeral de la nieve. Y en el suelo, la nostalgia de las hojas degolladas.
El de la foto nada tenía que ver conmigo. Se veía muy lejos de mis absurdos, de mis penas, de los sinsabores que me han ido desdibujando. Del hombre que se habituó a vivir de misticismos, caprichos, miedos. El que hoy entiende que en la realidad humana funcionan un sinfín de azares ocultos e imprevisibles. Los mismos que a veces nos llevan hacia donde no queremos ir. No, definitivamente no era yo el de la foto. Me niego a admitirlo.
En su defensa solo diré que el joven se nota necesitado de confirmar su existencia. Se siente prisionero de las tendencias habituales. Que sólo es capaz de funcionar con un punto de referencia exterior. Esperando que el continuo vaivén de los sucesos despeje la incertidumbre del mañana. No lo veo capaz de intentarlo.
El tiempo ajusta los límites, las metas, los resultados. No sé si por el efecto de una causa desconocida o por el puñado de experiencias que vamos acumulando. En la juventud solo hay sueños, fantasías. La realidad golpea cuando llega.
Veo una foto mía de hace muchos años. En ella estoy con las manos cruzadas. Detrás hay una montaña teñida de azul por las pintorescas nubes. Pertenece a los Andes venezolanos. Muy cerca del “Chorro del Indio”. A un costado, se ven los sembradíos apretados y simétricos que no admiten distancia. Lejos del tráfico del mundo. El panorama parece tener una música verde. Hasta el silencio que proyecta la imagen me parece hermoso.
De pronto me acordé de una película del actor y director italiano Vittorio Gassman (King Benny) donde una persona le dice:
— No sabía que te gustaran las palomas...
— Me gusta todo lo que no habla. — contesta.
Me bastó una mirada a la fotografía para que mi historia se armara de manera brusca y distorsionada. Intenté verme por dentro. Es interesante saber quienes fuimos en otra época. Y encontré voces altisonantes, pasos nerviosos en forma de zancadas, gesticulación irritante. Las fotos del pasado son venenosas,
Pero lo más llamativo fue la peligrosa alucinación que albergada secretamente en mi interior: soñaba con ser un “Homo Universalis”. En la imagen se nota un brillo desafiante, escandaloso, que no me pertenece. Ni siquiera posee el espacio mínimo para el imaginario utópico. Pero ahí estaba yo. El yo del pasado. Flacuchento, erguido como una jirafa, con ropa de colorines, gafas de imitación (Ray-Ban) y un anillo de oro aparente. Me ha dado pena mostrar la foto. Preferí cambiarla por una más convencional.
Estuve un buen rato extasiado conmigo mismo en un banco de Central Park. Aprovechando que el invierno ahuyenta un poco a los turistas. Días en que el paisaje se desfigura. Todo está pelado. El viento, con sus gritos ausentes como voces de muertos, todo lo deja listo para el funeral de la nieve. Y en el suelo, la nostalgia de las hojas degolladas.
El de la foto nada tenía que ver conmigo. Se veía muy lejos de mis absurdos, de mis penas, de los sinsabores que me han ido desdibujando. Del hombre que se habituó a vivir de misticismos, caprichos, miedos. El que hoy entiende que en la realidad humana funcionan un sinfín de azares ocultos e imprevisibles. Los mismos que a veces nos llevan hacia donde no queremos ir. No, definitivamente no era yo el de la foto. Me niego a admitirlo.
En su defensa solo diré que el joven se nota necesitado de confirmar su existencia. Se siente prisionero de las tendencias habituales. Que sólo es capaz de funcionar con un punto de referencia exterior. Esperando que el continuo vaivén de los sucesos despeje la incertidumbre del mañana. No lo veo capaz de intentarlo.
El tiempo ajusta los límites, las metas, los resultados. No sé si por el efecto de una causa desconocida o por el puñado de experiencias que vamos acumulando. En la juventud solo hay sueños, fantasías. La realidad golpea cuando llega.
"Me volví y vi debajo del sol, que ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas, ni de los elocuentes el favor…” Eclesiastés 9:11-12.
Cuando nos acercamos a la recta de enfrente, para usar un término hípico, fijamos la mirada en los caballos delanteros y nos reprochamos. No es justo, yo corro mejor. Sin embargo, por muchas justificaciones que encontremos no saldremos en la imágen de los ganadores.
“Una de las mayores pruebas de mediocridad es no saber reconocer la superioridad de los demás” decía Jean-Baptiste Say.
Un día nos damos cuenta que ya somos un caballero de voz pausada, cabellos ralos, figura maltratada a pesar de los disimulos, que no puede sopesar las transiciones bruscas. Que nos hemos puesto viejo sin poder evitarlo. Y en cada melodía encontramos el despiadado solfeo del ayer.
Un día nos damos cuenta que ya somos un caballero de voz pausada, cabellos ralos, figura maltratada a pesar de los disimulos, que no puede sopesar las transiciones bruscas. Que nos hemos puesto viejo sin poder evitarlo. Y en cada melodía encontramos el despiadado solfeo del ayer.
Lewis Wolpert escribió un libro (“You’re looking well”) en donde hace una pregunta:¿Cómo puede un joven de 18 años convertirse en un viejo de 81 y uno de 81 retroceder a los 18? Me pareció una deslealtad con la misma biología. Quisiera ver a un octogenario correr entre las piedras del “Chorro del indio” tratando de llegar al aluvión de la cascada. Un dato: Lewis tenía 81 cuando escribió la obra. Tal vez se estaba dando ánimo.
Concluyo con una anécdota. Cuando murió la madre de Jorge Luís Borges a la edad de 99 años, una vecina se acercó al escritor durante el sepelio y le dijo:
— Qué pena, un poco más y llega a los 100.
A lo que el escritor repuso:
— Me parece que exagera usted el prestigio del sistema decimal.
Morir tardíamente como doña Leonor Acevedo, madre de Borges, es el deseo de la mayoría. Sin embargo, ver en retrospectiva nuestra brevedad es un desafío. ¡Afloran tantas contradicciones! Menos mal que al menos, en mi caso, las "corvas" aún no asoman las narices.
— Qué pena, un poco más y llega a los 100.
A lo que el escritor repuso:
— Me parece que exagera usted el prestigio del sistema decimal.
Morir tardíamente como doña Leonor Acevedo, madre de Borges, es el deseo de la mayoría. Sin embargo, ver en retrospectiva nuestra brevedad es un desafío. ¡Afloran tantas contradicciones! Menos mal que al menos, en mi caso, las "corvas" aún no asoman las narices.
De Juan Ramón Jiménez
Soy este que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo, el que perdona, dulce,
cuando odio, el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo, el que perdona, dulce,
cuando odio, el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
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